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A Nyugalom

A Nyugalom Al día siguiente recibió una luna llena y se alegró. Buscamos los cráteres bautizados con nombres de húngaros y dónde alunizó el Apolo y dónde se hallaba la Statio Tranquillitatis, y la esfera de la luna bajó entonces rodando por su vientre y luego por sus muslos apretados, rodeó la ropa tirada sobre la alfombra, las dos copas y la bandeja con las pastas, apartó de su camino una mandarina para evitar el tablero de ajedrez de doscientos años de antigüedad que recibí en vez del Hijo y, entre susurrantes papeles de regalo, regresó rodando al fin bajo las velas y estrellas del árbol de Navidad. Pero ni ella ni yo llegamos a la ingravidez. El lecho del Mar de la Tranquilidad se llenó de sudor terrenal, y nos callamos.
-He de irme-dije.
-Pues vete-ordenó, y me besó los ojos, y su rostro era blanco como la pared, aunque a veces recurra a símiles mejores. A continuación me fui a tientas por el lodazal de diciembre. En los cuartos más atestados de gente brillaban las velas o las bombillas navideñas, en otros sitios las velas y el televisor, y sólo un primer violín gitano borracho y una anciana que había sacado a pasear a su perro infringían la prohibición de salir.

La calma/Attila Bartis

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